jueves, 3 de febrero de 2011

Tim Buckley


Para muchos rockeros de los años 60 y de los 70, los cantautores post-Dylan solían constituir una aberración: su placidez expresiva, sus problemas de niños bien, su tendencia lacrimógena, les hacían merecedores de un desprecio rotundo. De esta condenación apenas se salvaban dos o tres heterodoxos.
De esos pocos que se salvaban de dicha quema estaba Tim Buckley. Contaba con todas las credenciales para ello: alta sensibilidad, inquietud creativa, escasa fortuna y, la guinda al pastel, un final sórdido. Por no hablar de una voz singular y algunos discos pletóricos. No es casualidad que sea uno de los nombres de mención obligada para exquisitos artistas británicos: la versión de “Song to a siren”, de This Mortal Coil, forma parte de esos homenajes a distancia.
Nacido en Washington en 1947, creció entre Nueva York y California. Su habilidad con el banjo y la guitarra le ganó puestos en bandas de country y folk, recorriendo el circuito con una de nombre inolvidable: Princess Ramona and the Cherokee Riders. Fue precisamente este grupo el que lo encaminó hacia los folk clubs de Los Ángeles, donde coincidió con otros talentosos y jóvenes músicos, muy ambiciosos como Jackson Browne y Steve Noonan; y pronto serían bautizados como los Tres del Condado de Orange. Tim fue el primero en conseguir un contrato de grabación con un sello prestigioso (Elektra). Parecía destinado al éxito: rizos dylanianos, rasgos atractivos, tiernas canciones, garganta pura y poderosa.
Tuvo impacto inmediato, el romanticismo de “Tim Buckley” (1966), la aureola contracultural de “Goodbye and hello” (1967) y el soñador ambiente de “Happy sad” (1969), atrajo la atención de una amplia legión de fans y lo mas importante aún, el respeto de la crítica. No era uno más entre la marabunta de trovadores rudimentarios: entre los músicos que le acompañaban aparecían nombres como Lee Underwood, Billy Mundi, Van Dyke Parks, Jim Fielder, David Friedman, Carler C. C. Collins, o Don Randi.
Paulatinamente, Buckley incorporaba el jazz de vanguardia en su búsqueda de una expresión propia.
Investigaba el folclore de los pigmeos, quería convertir su voz en un instrumento más, se arriesgaba a improvisar y era un espíritu en efervescencia: “Blue afternoon” (1969), “Lorca” (1970) y la mayor parte de “Starsailor” (1971), se grabaron en un mes febril. Esa trilogía tormentosa tuvo efectos negativos y catastróficos: Buckley se quedó algo descolocado musicalmente en esa epoca y de camino sin oyentes. Una cosa eran los cócteles amables de jazz-rock, tan del gusto de aquel momento, y otra, mucho más intimidante, aquella expedición al fondo de sus posibilidades vocales.
Una dura lección. Frustrado, dejó el negocio. Condujo un taxi y fue chofer particular de Sly Stone hasta que consiguió un puesto como profesor de etnomusicología en la universidad de California. Se casó y estuvo durante largo tiempo pensando su nueva jugada. Nada de vibráfonos sinuosos, exhibiciones de cuerdas vocales o torrenciales delirios. Tim Buckley volvió convertido en paladín de un rock carnal, iluminado por un erotismo de inaudita intensidad. “Greetings from L. A.” (1972), “Sefronia” (1973) y “Look at the fool” (1974), contenían surcos calientes: rock, blues y soul en una combinación no muy lejana de la de otros artistas californianos como Little Feat. Había en ellos un cierto aire de compromiso, un deseo evidente de conectar con los compradores de discos. Lo esencial, sin embargo, era la inmensa presencia de Buckley. Una voz en celo, más dominante que implorante, que intentaba conciliar las exigencias del sexo y el amor en declaraciones a corazón abierto.
Esa sensualidad, a la vez profunda y epidérmica, no logró conmover a sus fans y sus discos pasaban inadvertidos comercialmente, pero no tuvo tiempo de desesperarse: planeaba recapitular su trayectoria musical en un disco en directo, tenía ofertas teatrales (solia interpretar a Sartre y Albee), maduraba guiones cinematográficos y la adaptación musical de una novela de Joseph Conrad. No pudo ser. Un domingo de 1975 apareció muerto en su apartamento de Santa Mónica. El forense explicó que había tomado heroína pensando que era cocaína. Tim Buckley entraba involuntariamente en el panteón de los malditos y de camino pasaba a engrosar la larga lista de genios fallecidos prematuramente en la historia del rock.